Vivimos en un entorno cada vez más complejo, en el que la única constante es el cambio. Un cambio que afecta a todos los ámbitos de la actividad humana, pero que es especialmente significativo en el caso de las organizaciones. Un cambio que, en muchas ocasiones, tiene consecuencias fatales si no hemos sido capaces de anticiparlo y, sobre todo, de adaptarnos a él. Puro darwinismo social, o empresarial. Según los datos de la consultora Iberinform, la esperanza de vida de las empresas disminuye a medida que cumplen años; es decir, a medida que se tienen que enfrentar a un mayor número de cambios. Al cuarto año de su constitución, ha desaparecido 1 de cada 3 nuevas empresas y menos de la mitad supera los 9 años. A los 15 años solo llega 1 de cada 3 y, aunque el riesgo sigue existiendo cada vez que se cumplen años, a partir de las dos décadas de existencia la mortalidad crece a un ritmo menor: a los 20 años perdura el 29,7% de las empresas y a los 25, el 27,9%. Esto nos indica que ninguna empresa tiene garantizada su supervivencia, pero también que ésta mejora con la edad. Al fin y al cabo, como ocurre con las personas, cuanto más viejas, más sabias son las organizaciones. O deberían serlo.

¿De qué depende, pues, la capacidad de adaptación a los cambios y, por tanto, la supervivencia de una organización? Sin lugar a dudas, de su conocimiento. Un conocimiento que está también en constante transformación, en un proceso continuo de expansión y desarrollo. Un profesional ya no puede ejercer con lo aprendido en sus cuatro o cinco años de universidad. Necesita de un aprendizaje a lo largo de toda su vida. Y lo mismo ocurre con las organizaciones, si bien su caso resulta especialmente interesante de analizar por el mayor número de derivadas que implica.

Hace ya tiempo que Peter Senge nos habló, en su libro La quinta disciplina (1990), de las posibilidades de las organizaciones en aprendizaje permanente, que son aquellas que entienden que el factor humano es el elemento más importante de su capital y que, por tanto, fomentan su desarrollo a través de su capacidad para aprender. Por encima de cualquier otra consideración, el ser humano es curioso por naturaleza y busca siempre respuestas y nuevos horizontes. Solo hemos de facilitar ese ejercicio natural y evitar las barreras que normalmente impiden ese aprendizaje. Es como si tuviéramos una cantidad de dinero que puede reproducirse por sí mismo y ser cada vez mayor si no le ponemos freno. Así es el conocimiento, que cuando se comparte no se gasta, sino que crece y se multiplica. Pero hay que saber cómo hacerlo.

Senge nos habla de formar al personal, de capacitarlo, pero también de promover una cultura del aprendizaje, en la que podamos obtener respuestas de nuestro entorno, que nos enseñen nuestros clientes o nuestros proveedores, y también el propio equipo, naturalmente. Y todo ello ligado con una visión compartida y con un propósito, conceptos de los que ya hemos hablado en este blog. Pero ello no es suficiente, máxime en un contexto como el actual, en el que el conocimiento crece de manera exponencial y tiene una fuerza tan abrumadora que puede convertirlo en incontrolable. Lo podemos perder como arena entre los dedos. No basta con promover la formación, ni con crear una cultura del aprendizaje, sino que además hemos de sistematizar ese proceso como uno de los más críticos de nuestra organización. Quizás el único que nos puede dar una ventaja competitiva real.

Para ello, hemos de entender dónde puede generarse ese conocimiento. Tener identificadas las fuentes de información, tanto externas como internas. Trabajar esos datos y darles sentido. Hacer que nos generen valor. Y luego compartirlo, cruzarlo, administrarlo para que llegue a todas los miembros de la organización, y que cada uno de ellos lo recircule a su vez y genere una nueva perspectiva, un nuevo saber. El conocimiento ha de estar accesible para todos y en movimiento perpetuo, consolidándolo o descartándolo, según convenga. Aunque a veces sea de forma provisional, porque lo que en un momento no es válido puede serlo en el futuro, y viceversa. Y cuando tengamos todo ese sistema organizado, estructurado, con un repositorio común de aprendizaje, con fuentes de nuevo conocimiento identificadas y revisadas periódicamente, con sesiones regulares en las que compartir lo aprendido y generar nuevas respuestas y nuevas preguntas, busquémosle también una fractura a ese diseño. ¿Qué? Sí, el aprendizaje se ha regularizar y gestionar, pero si lo encorsetamos demasiado, si lo estructuramos con límites perfectamente delimitados, corremos el riesgo de ahogar la curiosidad, la inquietud, las dudas y las ansias que nos instigan a saber más, a buscar más, a preguntarnos más. A imaginar más. No hay conocimiento nuevo sin creatividad, y ésta, aunque también se puede sistematizar, como veremos, requiere siempre tener algún punto de fuga. Algún elemento sin control. Puede parecer un contrasentido, pero vivimos en un mundo lleno de paradojas. Y éstas nos enriquecen. No lo veamos como un problema, sino como una oportunidad. Como la que brinda el aprendizaje permanente a las organizaciones: la posibilidad de sobrevivir.